
Esta semana se viralizó la noticia del Rancho “Izaguirre” en Teuchitlán, Jalisco, un sitio que aún no sabemos si fue centro de reclutamiento o de exterminio del crimen organizado. Las imágenes que circularon las asociaron con Auschwitz, el campo de concentración donde los nazis asesinaron a judíos y cristianos entre 1936 y 1945. Sin polemizar sobre el caso Teuchitlán, la intención de la columna de esta semana es explicar algunos elementos fundamentales para entender el trasfondo del nivel de criminalidad que hoy vivimos.
El pasado lunes inició un estado de excepción en Lima y Callao (Perú) decretado por el gobierno para permitir que el ejército tome funciones policiales ante la imparable ola de violencia; Ecuador ha extendido indefinidamente decretos de excepción por la misma causa. En Colombia, los asesinatos y balaceras son diarias y en todo el país. Las imágenes se repiten desde Centroamérica hasta Argentina. América Latina es hoy la región, sin conflictos bélicos, más violenta del planeta.
La siguiente gráfica muestra el índice de criminalidad, el país con el valor más alto en el mundo fue Myanmar; pero el segundo, tercer y cuarto lugar lo ocuparon países latinos, México país entre ellos. El índice toma valores de 0 a 10, el valor más bajo fue para Tuvalu, también tuvieron valores bajos las islas caribeñas, incluida Cuba (excepto Haití).
Elaborado con datos de Global Iniative (2024)
¿Qué pasa? ¿Qué tenemos en común? ¿Cómo es que llegamos a este punto? Solemos hacernos estas preguntas y comentar que nuestro país no era así, recordando tiempos de antaño. Las estadísticas de homicidios, el indicador más utilizado en el mundo para reflejar la violencia/inseguridad de un país, crecieron exponencialmente desde 2007, cuando Felipe Calderón le declaró la “guerra al narco”. Hoy sabemos que realmente, su secretario de Seguridad (García Luna), combatía de forma cómplice a favor de un cartel. La respuesta violenta del estado fue la reacción para buscar legitimidad política en medio del escándalo electoral de 2006. Sin embargo, más allá de las torpezas de Calderón de querer combatir la violencia con más violencia destaquemos que elige “combatir” ese problema para legitimarse, porque ya en ese momento representaba una creciente preocupación para los ciudadanos. Los cárteles de las drogas ya existían y en algunas regiones tenían una fuerza mayor que muchos gobiernos locales.
Tenemos que ir más atrás, los carteles actuales tienen su antecedente en la década de los setenta con un aumento del consumo en el mercado estadounidense. Durante la guerra de Vietnam (1955-1975), Estados Unidos toleró (y algunos informes señalan que proveyó) opio y heroína a los soldados que estaban al frente. La droga provenía de países como Laos, Birmania y Tailandia (triángulo dorado), donde la CIA (Central de Inteligencia de Estados Unidos) pactó implícitamente con narcotraficantes para combatir el comunismo. Al final de la guerra, con el regreso de los soldados, la demanda de drogas se disparó en territorio norteamericano, añadiendo mariguana y cocaína, que ya eran ampliamente utilizados por segmentos de medianos ingresos como la contracultura hippie. Los proveedores fueron productores latinoamericanos, primero colombianos y luego mexicanos (Sinaloa).
Nueva York, California y Atlanta fueron estados que vivieron una crisis de drogas (similar a la que hoy viven con el fentanilo) y el presidente Nixon declaró una “guerra” (como la que declaró ahora Trump o Calderón). El resultado fue funesto. La demanda no se detuvo por lo que, en términos económicos, la producción tenía que seguir, sólo que ahora los narcotraficantes agregaron un elemento adicional: la creación de grupos armados para combatir al Estado. Los grupos criminales se hicieron más violentos y se fortalecieron, acumularon una riqueza exorbitante, como para pagar la deuda externa, ese fue el mito atribuido a personajes como Caro Quintero o Pablo Escobar.
Un joven sicario de Latinoamérica no elige ese destino por vocación, fueron sus condiciones materiales las que lo orillan a tomar esa decisión. Los años ochenta llegaron con la crisis de deuda y la imposición del neoliberalismo, se llama la década perdida porque la economía no creció. La política fallida de Miguel de la Madrid elevó exponencialmente la pobreza y esta fábrica de pobres se convirtió en la principal proveedora de mano de obra para el crimen organizado. La criminalidad, entonces, no es un asunto de seguridad, sino consecuencia de un modelo económico fallido. Por lo tanto, no se combate con balas, sino con economía.
La década de los noventa y los dos mil, profundizaron el neoliberalismo en todo el continente; la pobreza y la desigualdad aumentaron a las tasas más altas y con ello se cerraron oportunidades escolares para muchos jóvenes, los trabajos se precarizaron, los salarios reales cayeron en las ciudades, mientras que en el campo la competencia desigual con Estados Unidos y Canadá producto del TLCAN desplazaron a muchos productores. ¿Qué otro camino quedaba? La siguiente semana continuamos.
*Profesor-Investigador Universidad Autónoma del Estado de Quintana Roo
Miembro del Sistema Nacional de Investigadores e Investigadoras
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