Cuando hablamos de cambio climático, lo más común es pensar en un factor, el dióxido de carbono, conocido también como CO2. Si bien, podemos tener una idea vaga de lo que es este compuesto, su importancia no siempre es tan discutida.
Por sí solo, el carbono también es uno de los elementos más abundantes del mundo. Los humanos, como la mayoría de los seres vivos, estamos compuestos en buena medida por este elemento.
Al combinarse con oxígeno se forma el famoso dióxido de carbono, un gas sin olor, color, ni sabor. Su fórmula química es CO2 porque se compone de un átomo de carbono, unido por enlaces covalentes a dos átomos de oxígeno.
Este se encuentra de manera abundante en la naturaleza, ya que su relevancia en los ciclos de la Tierra es alta, principalmente para los procesos de la vida vegetal en el transcurso de la fotosíntesis, los humanos lo exhalamos al respirar, igual que otros organismos. Otras de las múltiples fuentes de este gas son también en los procesos de descomposición orgánica y la quema de biomasa, como en un incendio forestal.
En materia de cambio climático, el CO2 juega un papel sobresaliente, pues forma parte de los denominados gases de efecto invernadero. Este efecto funciona cuando la Tierra recibe la radiación del Sol, lo que a su vez desprende calor, y son estos gases los que atrapan dicho calor en la atmósfera, incrementando la temperatura del planeta, que desde la Revolución Industrial, ha aumentado un grado.
No es por sí mismo una fase que afecte al planeta, pues si no se llevara a cabo las temperaturas descenderían drásticamente, dificultando la proliferación de la vida. El problema es que las cantidades arrojadas a la atmósfera han crecido tanto en las últimas décadas, que su efecto desequilibra los ciclos de la naturaleza.
En 800,000 años, la concentración en la atmósfera nunca había sido superior a las 300 partes por millón (ppm); no obstante, desde hace más de 70 años esta cifra se superó, y para 2018 ya se habían registrado más de 400 ppm.
Las fuentes principales ya no son naturales, ahora son las actividades humanas las que lanzan más de este componente al cielo. China es el principal emisor y la principal actividad que produce este gas es la quema de carbón, siendo responsable de un 40% del dióxido de carbono lanzado cada año.
La acumulación excesiva de este gas puede provocar, en lo inmediato, una asfixia en seres humanos, en el largo plazo puede ser peor para las personas y los ecosistemas del mundo. Su prolongada persistencia en el aire es el mayor problema. Mientras que otros gases invernadero duran unos años, como el metano que dura 12, el CO2 puede permanecer décadas en la atmósfera, haciendo su efecto más largo.
Para revertir sus consecuencias en la mayor medida, se han hecho intentos de captar el CO2 de la atmósfera con métodos artificiales, pero han resultado ineficientes, pues la energía necesaria para producirlos no compensa lo que retira del medioambiente.
Científicos han advertido que, de no reducir nuestras emisiones, podría haber repercusiones en el derretimiento de los casquetes polares que aumentarían el nivel del mar, sumergiendo ciudades completas, algo que ya se empezó a ver en lugares como Pakistán, donde se ha desplazado ya a más de 30 millones de personas por inundaciones.
A esto se suman las afectaciones en cultivos y producción alimentaria, así como la muerte de ganado destinado al consumo humano por las altas olas de calor. El aumento de la temperatura afecta las temporadas de cultivo y clima, provocando que las cosechas humanas no se den adecuadamente.
Otro objetivo por el cual es necesario bajar las emisiones, es la liberación de virus o bacterias que han estado congeladas en el permafrost, lo que causaría nuevas pandemias ante las cuales no estaremos preparados.