Hoy se muere el año, habrá quienes anhelen que concluya ya. Ha sido un año difícil para todo el mundo, pero antes de que acabe, los invito a leer esta columna para no olvidar al año viejo.
Este martes Puebla pasó del semáforo amarillo al naranja; desde la semana pasada la Ciudad de México y zona metropolitana están en rojo. Nuevamente llegaron las restricciones, la frustración y desesperanza. Hubo quienes culparon a los “irresponsables” que no se quedaron en casa; otros culparon al gobierno y otros hacían análisis más profundos: primero, no individualizar las responsabilidades, pues que la gente se quede en casa no depende sólo de ellas. En esta columna lo dijimos al principio de la pandemia: “quedarse en casa es un privilegio que los más pobres no pueden tener”. Segundo, hay que ver el deterioro histórico de nuestro país en materia de salud, el desmantelamiento del seguro social durante el neoliberalismo, el desabasto de medicamentos, la saturación de hospitales y la sobre carga de trabajo del personal médico.
Aunque simpatizamos con esta visión que responde a un análisis estructuralista, creemos que sigue siendo insuficiente para comprender esta segunda ola de confinamiento. No se trata de buscar culpables, claro que se juntaron las circunstancias del individuo, el estado y la historia económica y social del país, pero esto va más allá, nos estamos olvidando del protagonista: un bichito microscópico que llamamos “virus” y que tiene a la humanidad a su merced.
Apoyaré mi argumento en lo siguiente: en la gráfica 1 están los países más afectados por el virus CoVid-19, causante del SARS-COV-2; notamos que todos, excepto Perú, son europeos, “desarrollados”, de “primer mundo” o del “centro” (dependiendo de la teoría económica con que los clasifiquemos), son los más ricos los que más sufren.
Elaboración propia con datos de OMS y Banco Mundial
Con Bélgica a la cabeza, están España, Italia, Reino Unido y no, no está México. Tampoco son los más indisciplinados. Entonces, no es solamente una cuestión social, ni económica, ni del individuo, ni del gobierno, es una “minucia” que a veces pasamos por alto y que es la causa principal de nuestra vulnerabilidad frente al bichito: somos seres vivos, somos animales, somos mortales y por tanto dependemos de la naturaleza.
A los occidentales del siglo XXI no nos gusta mucho reconocer que dependemos de alguien, menos de “algo” que suponemos, por nuestra cosmovisión, inerte o hasta fantasmagórico, y fantasioso. Pero, algunos de nuestros abuelos le decían la Pachamama y la respetaban como a la madre. Este pensamiento quedó sobrepasado por la tradición judeo-cristiano en la que se fundamentó la civilización moderna. Dice el génesis que Dios le dio potestad al hombre para “enseñorearse sobre la naturaleza, sobre toda bestia del cielo, la tierra y los mares para servirse de ellas”.
Cuando la modernidad avanzó, el método científico y la ciencia dominaron. A mediados del siglo XX, con la llegada de la hipermodernidad, la economía se subsumió a la ciencia, ahora era el crecimiento económico el que nos daba potestad sobre la naturaleza.
Enseñorearnos sobre la naturaleza significó renunciar a nuestra animalidad y negarnos, incluso a reconocer nuestras condiciones inherentes de seres vivos. De tal suerte que cuando la naturaleza nos muestra su existencia a través de un sismo, un huracán, una erupción volcánica, nos volteamos a buscar responsables: que si la construcción estaba mal hecha, que si los damnificados vivían en una zona irregular y echamos manos de los instrumentos que también diseñamos para estas situaciones: seguros, modelos de riesgos, etc. Sentimos que tenemos todo bajo control. ¡Nos regocijamos de nuestro dominio!
Pero cuando no podemos domeñar a un bichito y los modelos de riesgo y de predicción no son suficientes ni acertados, cuando los seguros se ven rebasados y cuando la ciencia no responde con la velocidad que deseamos, no nos alcanzan los papeles para nombrar culpables: individuales o sociales. Eso es mejor, antes de reconocer que estamos en un segundo confinamiento porque el virus es mayor que las fuerzas productivas que en conjunto hemos desarrollado como humanidad. Ya estamos hartos del confinamiento, la gente se está desesperando, debilitando, deprimiendo, enfermando mentalmente.
Pero, si este año acaba y ahora peleamos por comprar las vacunas porque nuestra vida vale monetariamente más que la de los demás, entonces no aprendimos nada y la pedagogía de la naturaleza será más cruel en el futuro. Por tanto, primero reconozcamos nuestra animalidad: somos seres vivos, mortales y dependemos de la naturaleza. Hasta los países más ricos están arrodillados, con su paradigma de todopoderosos resquebrajado. Segundo, aceptemos que existen los límites: la naturaleza tiene límites, el planeta tiene límites, nosotros tenemos límites. No tenemos superioridad sobre la naturaleza, ni sobre la vida y no podemos continuar con ese pensamiento que nos ha llevado a cometer absurdos durante siglos.
La prosperidad de la humanidad no puede estar basada en el crecimiento y el crecimiento no es infinito, existen límites que, por sobrevivencia, no se deben superar, por tanto, no todos nuestros deseos son posibles. Maduremos como humanidad, es decir, entendamos la posibilidad de nuestros deseos en armonía con las necesidades del bienestar humano y del planeta y eso sólo se logra escuchando al otro, al prójimo y a la Pachamama. Nuestro reto es encontrar la forma justa y armoniosa entre la prosperidad de la civilización y la naturaleza; pensar en otra economía para el siglo XXI, construir otros mundos posibles.
Aun en lo más diminuto de la naturaleza hay una fuerza muy superior a nosotros, el virus lo demostró. Pero aun en eso diminuto hay algo de nosotros, porque estamos hechos de la misma materia. Seremos fuertes en la naturaleza y no sobre ella. Gracias por este año de aprendizajes y que en esta nueva vuelta al sol nos hagamos viejos y sabios, por tanto, felices.
*Profesor-Investigador Facultad de Negocios, Universidad La Salle México
Miembro del Sistema Nacional de Investigadores
Twitter: @BandalaCarlos