Con más de 6 mil detenidos –incluida la hija del alcalde de Nueva York–, cientos de heridos con balas de goma y atropellados con patrullas y caballos, incluidos periodistas; miles de víctimas de gas pimienta, como materialización de las órdenes y amenazas de Donald Trump –presidente de la ley y el orden como Richard Nixon en campaña en 1968–, mientras la noche del domingo usó el búnker situado en la Casa Blanca –lo que no sucedía desde las Torres Gemelas (11-IX-01) con George W. Bush–, el hartazgo juvenil, multirracial, mediático y callejero, acompañado de líderes y activistas veteranos en la lucha por los derechos civiles y contra la sistémica discriminación racial, permanece movilizado en 80 de las principales ciudades de Estados Unidos.
Todo comenzó hace una semana con el asesinato por asfixia de George Floyd, en Minneapolis, Minnesota, debido a que su victimario le colocó la rodilla sobre el cuello durante nueve minutos, asistido y acompañado por tres cómplices que no hicieron nada para evitarlo, mientras el agónico George advertía, suplicaba hasta el llanto que no podía respirar. Y sucedió lo obvio, el crimen que en primera instancia mandó al asesino a su casa con goce de sueldo y las inéditas movilizaciones en décadas obligaron a someterlo a juicio.
En cualquier momento iba a suceder y estalló la indignación por los excesos del supremacismo blanco que estimuló Trump para arribar a la Casa Blanca y su reproducción en medio de la enraizada discriminación racial y la clásica y tolerada brutalidad policiaca contra los afrodescendientes, latinos (en particular mexicanos), asiáticos y otras minorías que en conjunto constituirán una mayoría a la vuelta de dos-tres décadas, proceso al que tienen pavor los gringos. Todo ello es lo que está en el fondo del hartazgo y la furia ciudadanas, ésta última magnificada por la mediocracia global para demeritar el movimiento y hacerle un favor al magnate que ya sentenció como “terroristas” y “anarquistas profesionales” a la diversidad étnica, social y política que se expresa en las urbes y que no es correcto calificarla por uno de los muchos actores. Hasta hoy, por cierto, las híper activas ONG brillan por su ausencia, empezando por la del impresentable José Miguel Vivanco.
El magnate Donald John vive el peor de los escenarios a cinco meses de las elecciones presidenciales: la economía todavía semiparalizada, un número de desempleados sin precedente desde la Gran Depresión de 1929, Estados Unidos aún como epicentro de la pandemia por la tardía y muy errática reacción presidencial. Para no mencionar la reciente derrota que sufrieron con los planes para secuestrar o asesinar a Nicolás Maduro por medio de mercenarios contratados por el “presidente encargado” Juan Guaidó y el arribo de buques petroleros iraníes a puertos venezolanos a pesar de las prohibiciones y amenazas de Mike Pompeo y su jefe de la Oficina Oval. La facciosa confrontación con el gobierno de China para eludir las responsabilidades gubernamentales propias y los desfiguros ante la Organización Mundial de la Salud que todos sus aliados europeos le exigen a Trump corregir.
En tal contexto, resulta comprensible la reaparición de Donaldo Juan en el papel de pirómano, dispuesto a generalizar el incendio ciudadano estadunidense, echándole más gasolina al fuego, al ordenar a los gobernadores y alcaldes “dominar las calles”. Y amenazar como es su método preferido de gobernar pero que ya no surte efecto, pues quedó exhibido como blofero: “Si una ciudad o estado rehúsa emprender las acciones necesarias para defender la vida y propiedad de sus residentes, desplegaré a los militares de Estados Unidos y resolveré rápidamente el problema por ellos”.
Trump invocó en forma equivocada la Ley de Insurrección de 1807, la cual establece que el presidente puede desplegar fuerza militar para suprimir insurrecciones, desorden civil y rebelión, pero “si se lo solicitan los gobernadores”, y varios de ellos –incluidos los de Nueva York, Maryland e Illinois– rechazaron esa opción.