Las jubilosas manifestaciones por el Día Internacional de la Mujer en la capital del país y en ciudades de casi todas las entidades federativas, efectuadas el domingo 8, así como el silencioso paro nacional del lunes 9, no tienen precedentes en la historia mexicana por el número y la diversidad de organismos de los variopintos feminismos participantes –pero no tanto como para darle entrada a la misógina y polígama familia LeBarón–, por su naturaleza pacífica y lo multicolor de sus participantes en términos generacionales, étnicos y de clase.
De lo anterior al parecer nadie tiene duda y percibo un tono triunfalista en las dirigentes y no es para menos, sobre todo por las más de 80 mil manifestantes (Secretaría de Seguridad Ciudadana) en la Ciudad de México y que los panelistas de Sin Filtro (9-III-20) calcularon en “cientos de miles”.
La nota discordante pero ya no privilegiada por el duopolio de la televisión y el oligopolio de la radio, fue el puñado de encapuchadas vestidas de negro, violentas y destructoras, de las que pretenden deslindarse las dirigentes y organizadoras de la marcha, cuando durante siete meses las justificaron e incluso tienen en Laura Castellanos una periodista que las justifica y defiende (The Washington Post en Español y la Octava) porque sin “su acción directa” los cambios que se dan en la Universidad Nacional “son impensables”. Lo más sorprendente es que el dispositivo de protección a la marcha fue incapaz de “encapsular” a las provocadoras y es muy extraño que desde el 1 de diciembre de ¡2012!, con Enrique Peña, nadie pueda con los provocadores contra las movilizaciones capitalinas.
Lo sustantivo es que las lideresas y veteranas de los múltiples feminismos –rebasadas éstas y echas a una lado, lo cual es una pena porque son la voz de la experiencia–, no se embriaguen con estos dos extraordinarios éxitos que está por verse qué tanto bajaron a la anchísima base social. Y también que no se sumen acríticamente a la disputa que se libra en la mediocracia por fijar en el imaginario colectivo que las jornadas del 8 y 9 son una derrota para el presidente Andrés Manuel y la Cuarta Transformación como lo anunció a gritos Héctor Aguilar Camín y casi todos los comentócratas lo repiten en las pantallas y micrófonos de quienes hacen de las mujeres objetos sexuales para deleite de los televidentes, aunque transmitan en vivo movilizaciones que pugnan por convertir a las mujeres en sujeto social.
No basta con no marearse al subir la banqueta, es preciso que las definiciones macro y micro de lo que dará continuidad a los dos notables éxitos de las feministas contemplen que éstos son inconcebibles sin las facilidades brindadas por el harto criticado López Obrador –pero apoyado por 55 millones de ciudadanos, según conclusión de reporteros en la mañanera del 10– y enseguida por diversas autoridades, incluso corporativos empresariales para que las mujeres no asistieran a laborar sin amonestación alguna. Importa, sobre todo, el realismo a la hora de los balances colectivos.
Lo más importante es que el epicentro de la violencia sexual –incluida la feminicida– está en la familia y su entorno inmediato. Y mientras esa institución clave del México real no cambie, no habrá avances en la construcción de nuevas masculinidades. Tampoco se producirán cambios para abatir sustancialmente la violencia intrafamiliar y criminal con el impulso sostenido de la igualdad entre los géneros, sin el concurso de la escuela desde el jardín de niños, las iglesias, los medios de comunicación –en particular las televisoras–, la sociedad, pues, y en cada uno de nosotros, por más políticas públicas con perspectiva de género que se pongan en marcha y para lo cual es preciso trascender la frase discursiva y llenarla de contenido, sino empezamos o continuamos, como bien dice Lorenzo Meyer, por tender la cama y arreglar la casa.