Evo Morales, expresidente de Bolivia hasta el domingo 10 y durante los últimos casi 14 años, ya se encuentra entre los mexicanos, gracias a la extraordinaria institución y praxis mexicana llamada derecho de asilo y que los gobiernos aztecas cultivan sucesivamente desde 1856 y que dio cobijo y protección a Giuseppe Garibaldi, José Martí, Víctor Raúl Haya de la Torre, León Trotsky, Luis Buñuel, León Felipe, Jacobo Árbenz, Mohammad Reza Pahlevi, Hortensia Bussi de Allende –miles de perseguidos políticos por las dictaduras–, Manuel Zelaya, Rigoberta Menchú…
“Estamos muy agradecidos porque el presidente de México, el gobierno, me salvó la vida”, fueron las primeras palabras que pronuncio Juan Evo Morales Ayma al descender del avión de la Fuerza Aérea Mexicana no sin antes sortear varias vicisitudes en Bolivia, Ecuador y Perú que pusieron en riesgo la operación aérea.
De eso se trata precisamente el derecho de asilo, de salvar y proteger vidas en peligro sin reparar en orígenes y trayectorias, como lo evidencia el caso del monarca iraní.
Pero las derechas, desde el centro hasta el extremo, aparentan no concebirlo de la misma manera, cuando en realidad están aprovechando cuanta oportunidad se presenta para emerger a un primer plano tras la apabullante derrota del 1 de julio de 2018 y el mucho más amplio respaldo ciudadano con que cuenta el presidente Andrés Manuel a un año de su gobierno. Como es el caso, entre muchos de la opinión pública y publicada –esa sí polarizada, no el país– de Mariana Gómez del Campo, la sobrina política de Felipe Calderón y consanguínea de Margarita Zavala, la fracasada candidata “independiente” que juraba: “Yo sí sé cómo ganarle a López Obrador”, y a media campaña tiró la toalla.
Están en su derecho de apostarle a capitalizar errores oficiales, de pretender montarse en el extraño fracaso del operativo castrense en Culiacán, la intolerable masacre contra la familia LeBarón y el asilo al cocalero y sindicalista de ascendencia aymara. Pero que luego no se escandalicen los opositores partidistas y apartidistas, porque su desesperado oportunismo, esquizofrénico, los desgaste y aleje aún más de la ciudadanía por “Romperle la madre a la 4T”, como ordenó Vicente Fox a los de Acción Nacional.
Si lo acontecido en Bolivia es o no un golpe de Estado a secas (o lo es cívico, policiaco y militar), o bien como asegura Donald Trump sólo “una expresión de la voluntad del pueblo” y aplaude al jefe militar Williams Kaliman y al policiaco Vladimir Yuri Calderón, que obligaron (“sugirieron”) a Evo renunciar, pareciera suficiente dato duro para dilucidar el grave asunto, más aún cuando Luis Almagro, de la Organización de los Estados Americanos, guardó silencio durante 72 horas hasta que México le exigió romperlo.
Antes, el cipayo de la Casa Blanca sentenció que las elecciones del 20 de octubre son fraudulentas con la revisión de 333 actas, de un total de 34 355, y en las primeras encontró irregularidades como una tachadura o una firma en el 23%. Tarea que primero encomendó a un furibundo enemigo del presidente de Bolivia, el mexicano Arturo Espinosa quien se vio obligado a renunciar.
Llama poderosamente la atención que apenas en agosto de 2018 Morales Ayma respondió a pregunta expresa de Luis Hernández Navarro: “No creo que haya golpe militar, pero intentarán una convulsión nacional. No van a poder dar un golpe congresal, porque tenemos dos tercios en la Cámara de Senadores y también en la de Diputados. Aquí no puede pasar un golpe judicial. Entonces, la embajada (de Estados Unidos) busca cómo convulsionar el país. Pero han fracasado, fracasado y fracasado, porque estamos con la verdad. Es la gran ventaja que tenemos” (https://bit.ly/33wlYAh).
Lo anterior para un país, Bolivia, con el más largo historial de golpes de Estado en América Latina. Sólo el 6 de octubre de 1970, el país tuvo seis gobernantes en 24 horas. Y entre 1967 y 1982 gobernaron ocho mandatarios. De acuerdo con Mark Weisbrot, codirector del Center for Economic and Policy and Research, entrevistado por Democracy Now, hubo golpes de Estado apoyados por la CIA en 1952, 1964, 1970 y 1989.
“La gran ventaja que tenemos” desapareció, aunque no está dicha la última palabra en la convulsa e ingobernable Bolivia indígena y popular.