Cuando era pequeño nació mi fascinación por los cenotes, a pesar de que solo había podido verlos por televisión, la idea de visitar alguno cuando tuviera la posibilidad siempre estuvo latente en mi cabeza. Pensar en una gruta con agua limpia, donde pudiera refrescarme y nadar, relajarme y observar la bóveda sombría que la coronaba, se convirtió en una necesidad, que años más tarde pude solventar.
Un cenote es un pozo natural de agua dulce suministrado por un río subterráneo que se forma por la erosión de los suelos. Así pues, no todos los cenotes están techados y el caso de “Las Mojarras” es una fiel muestra de ello.
Llegar ahí es relativamente fácil si se tiene una aplicación de mapas desplazables, aunque será un poquito más complejo llegar solamente con instrucciones verbales, pero preguntando se llega a Roma y así llegamos por no cargar el móvil la noche anterior.
El viaje desde la terminal de autobuses de Cancún, mejor conocida como la ADO, no es tan largo, los 52 kilómetros se recorren en 1 hora aproximadamente en automóvil, si el tráfico vehicular lo permite, y si no, la musiquita tiene que cumplir con su función relajante.
Rentamos un auto pequeño, esos de origen coreano, que parecen ser un vocho cuadrado, pero que verdaderamente son espaciosos en el interior. Ya en Puerto Morelos, después de casi 40 minutos sobre la Cancún-Tulum, una carretera en perfectas condiciones, nos desviamos a la que nos lleva a Leona Vicario, que a pesar de contar solo con dos carriles, tampoco le pide nada a ninguna autopista.
En Quintana Roo, hay muchos lugares interesantes, cada uno con su encanto y Puerto Morelos destaca por la llamada Ruta de los Cenotes, aunque también cuenta con una playa hermosa, coronada por su Faro Inclinado.
Llegamos al punto cero, donde no hay vuelta atrás. Ahí, en el kilómetro 12.5 de la carretera, tenemos que entrar a la terracería y un letrero en madera que dice Las Mojarras, nos muestra la frontera para ingresar de lleno a la naturaleza. Nuestros rostros son descriptivos y no ocultan cierta preocupación, pero musiquita y un buen trago de agua helada nos ayudan relajarnos.
Los siguientes 15 minutos andando en terracería son preocupantes para un auto pequeño diseñado para la ciudad, pero el carrito soporta estoico y por fin llegamos al estacionamiento del cenote. Nuestro primer contacto con la selva propicia un encuentro poco agradable entre Kary y un tábano. ¿Qué es eso? Una especie de mosca grande, con características de abeja y ojos verdes muy grandes, que pica y deja rastros en la piel en forma de ámpulas pequeñas.
Como en los accidentes automovilísticos, donde no se puede determinar al culpable, cada quien se van con sus daños, el tábano maltrecho por un buen golpe de toalla y Kary con su ámpula, a seguir las vacaciones.
Pasamos por la floresta y llegamos a unas banquitas de madera donde hacemos la primera escala, Nos detenemos a contemplar el verdor del espacio abierto. Una especie de laguna redonda, inmensa, pintada de verde. Y yo que pensaba que el agua de los cenotes era transparente y se podían ver las piedras del fondo, pero nos comenta uno de los empleados del lugar que la tonalidad es responsabilidad de los sedimentos vegetales que se han acumulado.
De inicio, no inspira mucho a sumergirse, pero una tirolesa sobre el agua es imposible de ignorar y luego de colocarnos los chalecos salvavidas que rentamos, nos preparamos para el primer chapuzón. La velocidad de la tirolesa me obliga a soltarme y caer en el agua. Es una sensación poco común, pues la temperatura es tibia y en el resto de los cenotes donde me he refrescado el agua es muy fresca tirándole a fría.
Donde comienza la tirolesa, hay una pequeña plataforma para clavados, todo de madera, en un estilo muy rústico, como todo cuanto nos rodea. La competencia de clavados es grabada desde el agua para deleite de quienes nos rodean, que siguen nuestro ejemplo y comienzan a tirarse al agua, mostrando florituras en sus saltos, algunos de ellos muy curiosos.
De a poco vemos cómo somos menos visitantes en el cenote. Muchos llegaron muy temprano para aprovechar el día y ya están partiendo a seguir sus vacaciones en otro sitio, otros llevan alguna botana para no tener la necesidad de ir a comer temprano.
Un buen rato nadando provoca hambre. Sin percatarnos se ha pasado el tiempo y ya son casi las 5 de la tarde. “Las Mojarras” está cerca de la playa de Puerto Morelos y ahí vamos a volver para comer.
Los amigos se han dado a la tarea de recomendarnos varias opciones para comer; sin embargo, nos hemos decidido por mariscos y nada mejor que poner los pies en la arena y comer unos camarones al coco y una cerveza oscura bien fría, un goce muy personal.
Viajar es un deleite y más cuando se hace en compañía. Lo espero en la próxima Crónica Turística y le dejo mi correo electrónico para cualquier comentario o sugerencia trejohector@gmail.com